martes, 5 de octubre de 2010

Las letras que nadie leyó

Raquel fue la primera mujer anacoreta conocida en la historia -y quizá la única-. En su rústica y pequeña casucha montañesca guardaba cientos de libros que no se cansaba de leer y re-leer una y otra vez.
Dedicaba las mañanas al cuidado de sus hortalizas, las tardes las dedicaba a leer y por las noches, simplemente dejaba que el tiempo transcurriera mientras ella rumiaba en su pensamiento todo lo que había leído durante su vida, cruzándose de vez en cuando por su cabeza, algún recuerdo del tiempo compartido con otros seres humanos.
Para Raquel aquél tiempo estaba tan lejano que nunca pudo concluir si sus recuerdos eran ciertos y vivientes o simples telarañas que su cabeza había tejido, engañándola, haciéndola creer que entre las personas, alguna vez aprendió algo.
En sus estantes se dibujaban toda clase de títulos: todo el conocimiento, todo el arte, toda la historia, toda la matemática; Raquel leía de todo y así mismo, acerca de todo pensaba.

Raquel pensaba y le daba vueltas a sus ideas haciendo pequeños tejidos hasta que el sueño la vencía y los pequeños pilares de ideas se congelaban poco a poco, derritiéndose con el alba y desapareciendo por completo cuando Raquel despertaba.

Cada noche sucedía lo mismo: Raquel pensaba y volvía a pensar en la situación humana, en la duda de la existencia, en la complejidad del amor y la belleza del cuerpo. Llegaba un momento en el que lograba dar respuesta a sus crecientes dudas y dormía tranquila y satisfecha con sus resoluciones sobre todo eso que a los humanos...tan lejanos...les provocaba ansiedad.
Raquel nunca repetía un pensamiento. Aprendía de una vez y para siempre y ello hacía que cada noche el ejercicio fuera completamente atrayente y digno de dedicarle tiempo y paciencia. Todo era espontáneo. Raquel nunca planeaba que pensar y tampoco se guardaba una relación exacta entre las lecturas vespertinas y las reflexiones nocturnas.

La rutina era perfecta y exacta como las grecas de los manteles que Raquel se tejía para Navidad.
Un día -como cualquier otro- Raquel eligió un libro al azar y se dirigió hacia la modesta salita. Tomó su mecedora y comenzó leyendo la empolvada portada: "Ediciones Tikal. Enciclopedia del arte. Tomo..." La lectura quedó abruptamente interrumpida por el estrepitoso y repentino escape de la luz. Una gran nube gris ocultó el sol y apagó los rayos que iluminaban el libro que posaba sobre las rodillas de Raquel. Intentó escudriñar las palabras pero la casa quedó en penumbras a una velocidad impresionante y la incipiente tormenta la obligó a abandonar por completo la lectura.
Raquel respiró profundamente dejándose envolver por el viento y el olor de la lluvia. Dejó el libro junto a ella, en el piso y se recargó por completo en su mecedora. Cerró los ojos y el murmullo de la lluvia llenó su cabeza de imágenes y pinceladas, de preguntas y palabras, de recuerdos y pedazos de vida. Raquel se emborrachó de su propio pensamiento y todo emanaba de ella, como una pequeña fuente de letras de la que Raquel no podía dejar de beber...y al mismo tiempo, no podía dejar de destilar.
Por primera vez, Raquel sintió preocupación por perder todo aquello. Temió olvidar toda esa fuente y no poder volver a beber de ella.
Todas sus respuestas, todas sus soluciones se irían perdiendo poco a poco y ella, tendría que volver a pensar. Se sintió desesperada y comenzó a llorar ante el inminente olvido de todo lo pensado. Raquel se aferró a su libro y se consoló pensando que al menos, siempre tendría sus libros, siempre podría leer y volver a pensar...